La noche siguiente los curiosos se
agolpan en Regent Street, escrutan cada Bentley y cada Rolls Royce que se
detiene frente al exclusivo Café Royal. En la oficina de Tony Defries se han
hecho docenas de llamadas durante el día, toda la gente guapa que está en la
ciudad ha recibido su invitación. Ya han entrado los McCartney y los Jagger, y
la divina Barbra Streisand, que está de paso en Londres grabando un programa de
televisión. Ringo Starr nunca se pierde una fiesta y está también allí, con el
pelo alborotado, su mejor sonrisa y Maureen, su esposa, cogida del brazo. Son
una pareja curiosa, ella con una deslumbrante gargantilla y transparencias, él
con una chaqueta tejida con retales. A Keith Moon le centellean los ojos, como
casi siempre. La aristocracia del rock británico se codea con los embajadores
de Hollywood, los actores Tony Curtis, Ryan O’Neal y Elliot Gould se dejan
querer, sonríen como solo ellos saben. Todo está preparado para la llegada de
los anfitriones: Bowie entra precedido por Angie, ambos vestidos de reluciente
azul celeste, recién peinados por sus estilistas. Saluda a todos, se fotografía
con la cantante Lulú, le habla de la posibilidad de trabajar juntos. “The Man
Who Sold the World” es la mejor opción, piensa él. La noche se alarga y todos
tienen un vaso en la mano. Mick Ronson y Jeff Beck, en la esquina de una mesa
en las que todas las botellas de vino están vacías, escuchan hablar a Lou Reed.
Mick Jagger, que antes sonreía, ahora le mira aburrido. Bowie se acerca a Reed,
se hablan al oído, tan cerca uno de otro que parece un beso, y Mick Rock
dispara su cámara una y otra vez. El Dr. John, Mac Rebennack, toca el piano.
Bianca Jagger baila abrazada a Angie. Es “La última cena”. Ziggy Stardust, el
mesías que tocaba la guitarra con la mano izquierda, ya no existe. Que nadie
llore, brindemos por el futuro.
(Del capítulo "La destrucción de Ziggy Stardust - Parte Segunda. Las metamorfosis)
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